Terminó de garabatear el último pentagrama de lo que
consideraba su mejor composición. Aquella tarde había conseguido perderse en el
tiempo con aquel piano viejo que descansaba en el salón. Decidió ducharse. Cuando
cerró el grifo con un suspiro escucho:
-
Hola cielo. Ya estoy en casa.
Sonrió, se vistió rápido y fue al encuentro de su mujer. La
encontró mirando su partitura, y después de darle un beso le pidió que se la
tocara. Aceptó, y se dispuso a acariciar las teclas del piano con orgullo
mientras su mujer cerraba los ojos tumbada en el sofá, cansada de todo el día.
Era un momento especial que solían compartir a menudo en el que no hacían falta
ni miradas, ni palabras, ni nada…
Cuando finalizó la melodía, se miraron sin decir nada y ella
asintió levemente. No hacía falta nada más. La había gustado, y cualquier
palabra rompería ese momento. La cogió en brazos y la llevó a la cama. Empezó a
quitarle la ropa pausadamente mientras recorría cada curva de su cuerpo. La
besó con dulzura en un beso interminable, y poco tiempo después a ella se la
escapó un pequeño gemido. La poca luz que entraba de la calle era suficiente
para que pudiese admirar a la mujer que tenía delante. Entonces se dio cuenta
de una cosa. Aquella tarde no había creado su mejor composición, sino que hacía
mucho tiempo que la había tenido entre sus manos. Cada noche, cada segundo de
su vida en el que ella había estado presente… desde el momento en que se
aprendió de memoria cada tecla de su cuerpo y se había deleitado en acariciarlas
y saborearlas… había creado la mejor música que podía existir. La de ella… La
de ellos. La de el roce de su cuerpo bajo las sábanas de aquella cama mientras
aquel piano viejo los miraba en silencio.